EL INCREIBLE CASO DE VALERIANO VERDUGO
UN CASO PARTICULAR
Patricio Parente
Todo comenzó el domingo 7 de noviembre de 1999, cuando en la comisaría de Quehué (pcia de La Pampa), el policía Jorge Altamirano nos comentó que al sudoeste de ésta provincia residía un amigo íntimo que habría vivido un extraño suceso 20 años atrás. Su nombre era Valeriano Verdugo.
Tres meses habían transcurrido desde aquella entrevista en Quehué, era febrero del milenio entrante y habíamos decidido realizar un viaje al sur del país haciendo escala en Colonia 25 de Mayo.
Fue en una zona apartada de esta localidad donde, gracias a la mediación de Altamirano, encontramos la residencia en la que Valeriano (hombre ya mayor) vivía junto a María Elena, su esposa.
Hasta aquel caluroso verano, era solamente Jorge el depositario del relato, aunque parezca increíble, nadie más lo sabía, ya que »nadie cree, hasta a uno le cuesta creer»’; por esa razón Valeriano se dispuso amablemente a abrir las puertas de su memoria y desempolvar los recuerdos sobre hechos que habían transcurrido 2 décadas atrás.
Fue una conjunción de esfuerzo y suerte lo que condujo a nuestros oídos a escuchar una historia que parecía anómala cuando se entremezclaba con la multitud de testimonios que habíamos recolectado hasta ese entonces.
Pero aunque tenía el rostro de una excepción dentro de la casuística, el tiempo se encargaría de demostrar lo contrario, el testimonio encontraría un compañero del otro lado de la cordillera…
El Viaje
Era una noche de junio, a comienzos de la década del ’80 cuando Valeriano, en compañía de María Elena y Gustavo (uno de sus dos hijos) transportaba en su camión Scania unas cabezas (cargas) que había recogido en el puerto de Buenos Aires, cuyo destino era una usina que esperaba en 25 de Mayo. No era la primera vez que realizaba el recorrido, por lo tanto sabía que el último tramo del viaje eran los 200 km. pertenecientes a la ruta n 20 »Conquistadores del Desierto» que comenzaban en Chacharramendi.
Nuestra propia experiencia era reveladora de la soledad que embargaba a esa ruta; es una línea que parece perderse en el infinito, siendo así peligrosa para ojos vulnerables al cansancio, el engañoso horizonte nunca parece terminar.
A esto se suma la arisca topografía que la custodia, son suelos semiáridos con arbustos pequeños, duros y reacios al crecimiento, las estaciones de servicio son episódicas, y un sólo paraje a modo de tímido oasis se asoma después de transitar 60 km.
Si este es el escenario actual del suceso, para coronar tal soledad, es menester decir que hace 20 años el trayecto no estaba asfaltado, era un camino todo de tierra y decir que el tránsito era esporádico ya es demasiado.
Valeriano preveía todos estos detalles, y aunque la calidez de la noche y la compañía de su mujer y su hijo (durmiendo en la cucheta) hacían más apacible el recorrido, lo que nunca había previsto, era el personaje con el que se iba a encontrar.
No bien pasados 600 m. de Chacharramendi, percibió a lo lejos que alguien le hacía dedo a orillas del camino, el conductor, en otras oportunidades, ya había recogido gente que esperaba valiéntemente y desafiando al tiempo, pero sólo lo hacía cuando tenía lugar en la cabina, y esta vez sus acompañantes se lo imposibilitaban; sin embargo conociendo las brechas temporales que se extendían indefinidamente entre un vehículo y otro que pudiera pasar, le disgustaba la idea de dejar al »pobre hombre» solo y en la nada, que era donde pretendía subir, porque además »no lo iba a levantar nadie».
Sumándose a dicho contexto se hacía presente otro factor que parecía, paradógicamente, esclarecer la extrañeza aún más: la vestimenta del hombre. No habiendo subido, su gorro de paja (los denominados rancho), sus manos enfundadas en guantes blancos y el maletín que portaba, ya se recortaban en el oscuro fondo de la noche. Pero, ¿en ese lugar?
Estos razgos eran los que más habían llamado la atención de Valeriano y María Elena, y se delinearon aún más claramente después que la persona subió al vehículo: tenía entre 38 y 40 años aproximadamnte, el maletín que llevaba era de una clase que nunca habían visto, según Valeriano »era lo más moderno que había», era más bien bajo y ágil, y usaba un saco cortito cortado atrás (estas tres últimas características se hicieron patentes cuando bajó del vehículo); aunque »bien vestido», desentonaba con la época y el lugar, »parecía disfrazado para el carnaval».
Con la descripción precedente, y más allá de la búsqueda fugaz de argumentos que justificaran una actitud solidaria como la que realizó, Valeriano, mirando lo sucedido desde el presente, no podía comprender cómo se había atrevido a subir al camión a aquel hombre, porque »algo más fuerte que yo me hizo parar».
Ya sentado en el asiento que lindaba con la puerta del vehículo, se quitó su sombrero, aunque no hizo lo mismo con sus guantes; desde el primer instante apoyó el maletín sobre sus rodillas y sus manos enguantadas sobre éste, para no volver a cambiar de posición durante la hora y cuarto que duró su presencia. Si bien su cuerpo no pareció inmutarse, sus labios fueron más expresivos, puesto que constantemente desenvainaba temáticas que diluían el silencio y contrarrestaban, aunque débilmente, las sensación de incomodidad del matrimonio. Su acento era normal, pero sus temas algo raros, por ejemplo, hablaba acerca de los pozos de petróleo, y mencionaba diversos lugares que parecía conocer muy bien pues estaban entre 250 y 300 km. al oeste desde donde los enunciaba: Rincón de los Sauces (población que en esos años »no figuraba ni en los planos»), Colonia Catriel (a 5 km. YPF posee un yacimiento llamado El Medanito) y la parte alta del cerro Auca Mahuida (2250m.).
Valeriano solo había formulado una pocas preguntas, porque se inhibía con las respuestas »cortantes» (pero educadas) que recibía, »no daban ganas de seguir preguntando»; además, el extraño hombre, desviaba los diálogos, cambiaba los temas, tenía un gran dominio de la conversación, la controlaba, como si hubiese premeditado tal situación.
Todo esto estaba lejos de ser lo más alarmante, como intentando no desafinar la tensión del momento, el singular sujeto comentaba cosas que »yo pensaba pero no había dicho» hasta llegar al punto de adelantarse a las frases que Valeriano pretendía pronunciar; preguntaba algo y se autorrespondía, conocía de antemano las respuestas del conductor, conocía el kilaje de las cargas (5 tn. cada una) y su futura utilidad (de más está decir que ninguna de las dos personas que estaban con él en la cabina habían mencionado palabra alguna del asunto).
El inusual cuadro del que era partícipe, llegó a causar un leve susto a Valeriano, »me puso medio nervioso», pero prudentemente se jactó de formular comentario alguno de manera de no alarmar a la esposa que parecía estar más intranquila »me dio miedo, ya él había llevado gente, pero esa vez no se que me pasó».
Durante toda su estadía en el camión, el viajero tiñó con una tonalidad enigmática el ambiente que se vivía, pero su modo fino y delicado actuaron como contrapeso, evitando así desencadenar un temor innecesario en la pareja.
Las acompañantes lejanas
Lo escrito hasta aquí solamente hace referencia a un hombre, que por el desértico lugar en que se encontraba, por su vestimenta y por su conversación lo convierten en un ser que »no era común».
En este punto no se agota la incógnita que plantea el testimonio, ésta va a ser condimentada con un nuevo ingrediente: las luces.
Desde el momento que el hombre sube al transporte, María Elena (por su posición es la que más aprecia el fenómeno) comienza a ver unas luces a 1.000-1.500 m. que »caminaban a medida que íbamos nosotros».
Eran tres luces rojo-amarillentas que durante su trayecto conservaron la misma distancia con respecto al camión y entre ellas mismas; »dos grandes adelante y otra más chica atrás, más alejada de las otras dos».
Como evidencia Valeriano, »no eran normales», porque no venían detrás del camión sino a su derecha, que es todo monte.
Respondiendo a los codazos y al alarmante silencio de su mujer que yacía a su lado, »le mentí diciéndole que era una camino que iba para Limay Mahuida», a lo que su mujer creyó con ciertas reservas, porque aunque tal camino existe en la actualidad (brazo de tierra que se desprende desde Chacharramendi) se interna en los montes en dirección norte (formando un ángulo de 45) por lo que es imposible confundir las luminiscencias con vehículos, ya que éstas no perdían su intensidad, su recorrido era paralelo al camión, »me seguían».
Valeriano era conciente de la rareza de esas luces, y sabía que la casualidad no las explicaba, el ocupante del asiento en el extremo opuesto al suyo era fiel garantía de ello; fue por eso que en un intento de relajar su tenue pero progresivo nerviosismo »le comenté algo sobre los platos voladores, pero no decía nada, se hacía el chancho rengo (el desentendido)».
Aunque sospechaba algo tampoco pretendía forzar una conversación si lo que buscaba era no alarmar a María Elena.
Las luminiscencias, como haciendo caso ominoso a un cronómetro o un plan prefijado de antemano, dejaron de verse en el momento que el hombre descendió del vehículo…
Fin del viaje
A 60 km. de Chacharramendi (comienzo de la ruta n 20), se encuentra La Reforma, único paraje que media entre los 200 km. de trayecto.
Si el hombre había subido en la nada, más inquietante fue donde bajó; ya considerando el final de su viaje, el individuo le indica a Valeriano donde debía detenerse, le dice explícitamente que desea hacerlo en un guardaganado al costado del camino, lugar que se encontraba antes de llegar a La Reforma. Ante tal solicitud, Valeriano le comenta que allí »no hay nada», para lo que el hombre replica diciendo »que ya se iba a arreglar», ese fue el último diálogo.
Para llegar al paraje faltaban 5 km., la zona era puro monte, no había ningún campamento de exploración ni grupo haciendo relevamientos, sólo la adusta hierba y el guardaganado; a su vez la persona no llevaba ningún elemento para pasar la noche, »sólo andaba con el maletín», y demasiado audaz si esperaba otro vehículo, durante los 60 km. del trayecto junto a su compañía, no había pasado ni uno.
Valeriano, teniendo en cuenta el largo trecho que tendría que realizar desde el puerto de Buenos Aires, había comprado carne para degustar un buen asado, es así que luego de dejar al hombre, recorrió alrededor de 15 km. más, y habiendo pasado unos kilómetros después de La Reforma, había decidido detener su vehículo haciendo caso a los ruegos de su estómago, pero algo iba a hacer que tales ruegos cesaran.
Mientras juntaban leña para hacer el fuego, sus ojos deleitaron la última escena del espectáculo, aquellas tres luces que los habían seguido, ahora a mayor altura se alejaban hacia el norte haciéndose »muy chiquitas»; fue así que Valeriano aconsejó a su esposa comer el asado en su casa.
Desde aquel día, por más que lo guardó en un cofre y lo cerró con llave, nunca se olvidó del episodio